Reivindicación del tope


Hace muchos años un amigo italiano se quejaba conmigo de que en México había muchísimos topes y de que algunos, eran gigantescos. Le pregunté cómo eran en su país. “En Italia no hay topes” contestó. Silencio. “¿Cómo que no hay topes?” “No, no los hay, no hacen falta”. Me lo dijo sin soberbia, simplemente explicando cómo era que en el primer mundo había una respuesta a lo que aquí parecía un crucigrama imposible. Como hablando de cervezas o gusanos. Su tono no era de hartazgo con los topes mexicanos sino de fascinación. Fascinación común en los europeos que llegaban de mochileros a mi casa. Fascinación, según yo, por estrellarse con una prueba física del absurdo que tanto se promete a los turistas en la lectura del realismo mágico y los malabares de nuestros pueblos.

Por mi parte, lo que dijo me impactó mucho. Me llegó de charolazo Europa con la revelación de que había un mundo más allá de mi horrible Unidad Habitacional donde otras lógicas de convivencia rifaban. Había un lugar allende el mar en el que no eran necesarias medidas dramáticas para poder estar juntos. ¿De qué más sería capaz su habilidad para urbanizarse? Eso me intrigaba, me mataba de curiosidad, y cuando por fin crucé el charco, entre Gaudís, museos y polonesas me ponía a buscar topes. Mi primer descubrimiento importante en el viejo mundo fue, para mi sorpresa, que mi amigo no tenía razón: ¡claro que había topes!, pocos, pero los había, sólo que (supuse) eran tan imperceptibles para ellos como todo lo demás. Luego encontré más pruebas de esas reglas no escritas de su cotidianidad, igual de asombrosas, que configuraban una aburrida y admirable armonía con los otros: estadios sin necesidad de reja al lado de la cancha, bicicletas sin candados en plena calle, vitrinitas en las que uno toma el periódico y deja sus monedas, escaleras eléctricas divididas en dos zonas, izquierda para los estáticos, derecha para los que llevaban prisa, casetas de cuota sin personal, acceso al metro sin necesidad de mostrar tu boleto. Procedimientos basados en una confianza sospechosa, extravagancias para un ciudadano como yo, o como cualquiera (por muy “viajado” que sea), que viniera de un lugar tan parchado como nuestras ciudades latinoamericanas. Cada que descubría una cosa así me sonreía, igual que mis cuates europeos cuando en México, azorados, se sorprendían atrapados en esa abstracción nuestra del "ahorita". Igual. Y lo otro que descubrí fue que mi ansiedad crecía ante tanta civilidad. Me moría de frío. Quería de vuelta mi Unidad Habitacional, mi caos y el tiempo sincopado de sus calles llenas de estorbos. Podía soportarlos, cada quien. Lo que sí digo es que este punto del planeta, de donde somos, de coordenadas ensangrentadas, con sus Márquez, sus Fideles y sus Fox, sus paisajes de tabicón gris, sus guerrillas y obscenas desigualdades, su narco y su Chespirito, tiene en los autorretratos de su espíritu y de su idiosincrasia topes sembrados por doquier. Topes como muestras del absurdo en que sobrevivimos, como recordatorios de nuestra incapacidad de transitar conscientes de nosotros mismos y los otros a nuestro lado. Sus miles de formas son el reflejo de nuestra imaginación postrada: topes de palmeras, tres topes en una calle de cincuenta metros, topes para detenerse frente a la Virgen, topes seguidos, medios topes, topes en estacionamientos, topes en ciclopistas, topes como hoyos y topes como bardas. No faltarán las interpretaciones psicológicas, históricas y sociológicas al respecto. Yo de lo que estoy seguro es que en cada calle, en cada terracería de este país, construiremos tantos topes como sean necesarios en compensación a nuestras carencias colectivas. Finalmente, los topes nunca han sido un obstáculo para lo que verdaderamente importa en esta vida: ser felices. Y si no me creen, ahí están las encuestas.

Seguido me pasa que al escuchar el golpe de mi cochecito japonés con uno de estos obstáculos monumentales, me acuerdo de mi amigo italiano, siento lástima por todos nosotros y una rara alegría de estar en casa.

1 comentario:

  1. Complementaría que mis amigos Europeos que viven en México, se quedarón sorprendidos, de que, y sobretodo en las carreteras rurales, junto al tope encontrarían la tiendita pa los chescos.

    ResponderEliminar

Comentarios