El último canto del pájaro Cu.

Compartir es un pegamento biodegradable y en ocasiones tóxico, pero sin remedio. En honor a ese misterio, hoy decidí entrar a facebook (a este enorme mercado), como una de esas chavas que ofrecen botanas en el Walmart. En mi charola ofrezco esto con lo que me tope hace tres años. Es simple, el mejor cortometraje que he visto en mucho tiempo. Se llama “ El último canto del pájaro Cu”. 

Provecho.

Epifanías

El día anterior me fumé un texto sobre cómo los quicheanos le arrancaban el corazón a los esclavos para ofrendarlo a sus dioses, luego vi el History Channel y los mayas se disputaban el honor de comerse el corazón del guerrero más valiente, luego sueño cosas varias, algunas rojas, luego despierto y veo su pijama botada sobre el closet...



El cabrón de Schopenhauer



Resulta que hay un tema que conozco bien: La idea que Schopenhahuer tenía de la música. Un amigo tuvo la cortesía de invitarme a platicarlo en una especie de conferencia que se da en una especie de aula que circula por Morelia cada mes. Acepté con gusto. Seguro a Schopenhahuer le hubiera atraído la idea de hablar de filosofía en un espacio liberado de la rigidez académica a la que él tanto atacó (casi como consigna). 


Me tocaba a mí elegir un espacio adecuado y un formato que correspondiera con esta idea gitana, leal al Seminario y leal a Schopenhauer. Pensé en un circo, en el kiosco del parque, en la jaula de los leones (afuera), en la cantina a la que no faltamos los viernes, en el espacio de ensayo de la Orquesta Sinfónica de Michoacán y hasta en el Planetario (por aquello del cosmos, el caos. el infinito al que  -según yo, bien azotado- arrastra la reflexión filosófica). Al final, me quedé con la cantina. Un poco porque la irreverencia del espacio, sin duda proporcional a Schopenhauer, podía darnos el desenfado que buscaba para la atmósfera de la exposición, y otro poco porque a mi entender, la cantina es un vertedero de pasión y es desde la pasión que yo pienso debe comprenderse al Schopi, como he escuchado que le dicen algunos hipsters. 

Quisimos que hubiera música, así que llevamos un piano (sí, llevamos un piano) e invité a mi amiga Nicte-há para que terminada mi exposición, se echara unas rolas. Ahora que lo pienso, esto tendría que haber sucedido al revés, pues de acuerdo a los conceptos schopenhahuerianos, no hay nada más importante que la música. Punto. Así que hasta la conferencia sobraba, el piano habría sido suficiente. 

Unos días antes habíamos acordado con El Doc (el dueño de la cantina), que nos acomodaríamos en la parte de arriba que generalmente, está vacía. Bueno, sin el "generalmente", la verdad es que siempre está vacía salvo por las cucarachas. El Doc me dijo: “Usted ya sabe que ésta es su casa Profe y puede hacer lo que le de la gana con ella.” Pensé que aquello era una contradicción, pues los viernes en la noche me corren como si nadie me conociera. En fin, escogimos sin saberlo, la mañana de un sábado luminoso. Llegué temprano con un micrófono, un amplificador (pues mi voz es muy callada), el piano y una pila de apuntes desempolvados. Emocionado y recién bañado me esperaba Efrén, nuestro mesero de toda la vida. El pelo le escurría sobre su bata blanca de dentista, la única ropa que le conocía. ¿Y ora que van a hacer? –preguntó- Le conté que una plática sobre la música según un filósofo del siglo XVIII. Así lo dije para no tener que decir Schopenhauer. No dijo nada y se puso a acomodar conmigo las sillas, luego el micro, luego el piano, y luego me sirvió un brandy con amaretto. Y luego llegó la gente. Jóvenes y viejos convocados por el pensamiento de un hombre que habría vivido cuando vivieron nuestros tatarabuelos, cuando Morelia era Valladolid y se desangraba por lograr ser independiente, (mucho menos de lo que se desangra ahora  que supuestamente lo es).  Perdón por la digresión.
No puedo decir que esté contento con el desarrollo de la exposición. El micrófono se me caía y lo tuvimos que amarrar a una caja en el que se hundía. No podía dejar de pensar que de estar yo entre las sillas de los espectadores me hubiera salido a los diez minutos (o quince, para no ser decortés). No sé si me enredé en los conceptos o si los conceptos elegidos venían enredados. En cualquier caso, yo era culpable. Tampoco sé si esto que digo es cierto. Tal vez la gente lo disfrutaba. Yo partía de que el pensamiento de Schopenhauer, a pesar de caracterizarse por su accesibilidad, presenta zonas oscuras que quizá no sean tan asequibles para quien no tiene un conocimiento previo del -casi siempre- turbio lenguaje filosófico. ¿Cómo equilibrar —pensaba— si no es con una exposición genial, un lenguaje que funcione para quienes conocen los términos filosóficos indispensables para acceder el pensamiento de Schopenhauer y para quienes nunca en su vida han escuchado hablar del pinche imperativo categórico kantiano? 

En la sala yo veía a representantes de ambos bandos. ¿Hablar para unos o para otros? ¿Cómo haría Sócrates en el mercado? No lo sé. Al final, pero sobre la marcha, tomé una decisión romántica. Elegí explicarle  Schopenhauer a Ángela, a la que amo tanto y que estaba en una de las butacas de la primera fila, y a Efrén, que se había acomodado en las últimas filas. Estoy seguro que no me entendieron, pero yo me esmeré en aterrizar lo que decía con respecto a la música utilizando referentes super cercanos, super bonitos y super populares. Cosas que uno podía encontrar en la rocola de abajo. Utilicé algunas anécdotas, fragmentos de poemas y todo lo que de bote pronto me venía a la cabeza. Hasta recuerdo haber mencionado a Gorostiza y a Gloria Trevi, a Borges y a Lost, la serie de HBO. Un revoltijo. Como mi vida.  

Al final no sé si funcionó. Si no fue así, que me perdone Schopenhauer, él sabe, ahora que es voluntad de nuevo, que yo le eché ganas.
Pero cuando concluyó mi plática sucedió lo que me parece verdaderamente relevante de contar aquí. Nicte-ha se sentó al piano y comenzó a tocar. Y entonces  sucedió la música y demostró lo que yo no pude con palabras, porque tal vez, sólo tal vez, ello sea imposible. Los conceptos y las palabras son inferiores al poder que despliega la música. Dice Schopenhahuer. La gente pusó atención mientras el piano armaba una atmósfera surrealista y derrumbaba la idea virgiliana que en tantos años años y con tanto amor habíamos construido de la cantina. Las sillas se volvieron a llenar, los comensales que estaban en la parte de abajo subieron con sus vasos en la mano para ver a quién tocaba. Nicte-ha interpretaba a Chopin, a Satie y a Mozart y las cervezas comenzaron a fluir de nuevo. Efrén se acercó a mi amigo Raúl y le confesó, como un secreto del que se liberaba, que todos los días cuando llegaba a su casa de trabajar, impregnado de borrachos, escuchaba un poco de música clásica. Quién se lo hubiera imaginado. Desde donde yo estaba sentado, me pareció ver que la emoción que viaja en las melodías, el torbellino emocionante que nos traslada a otro lugar en donde por momentos estamos a salvo, desplazó todas las palabras que habían pasado por ahí y las condenó al rincón de telarañas donde habitan nuestras abstracciones. A la bruma, pues. La música en cambio, es de acero.  

Ahora que escribo recuerdo un párrafo de Ruperto Arrocha: “Es cierto que la hora de la filosofía es el final de la tradición. Pero cuando ya no se entiende espontáneamente la forma de una vida lograda, y  las preguntas que se dirigen a la filosofía no obtienen respuesta porque no hay nada que responder, entonces no queda otra alternativa que regresarnos a la patria de  la poesía y de la música.” Quizá tenía razón Beethoven, y la música sea la verdadera filosofía. 
Cuando todo terminó, Raúl me contó lo que Efrén le había dicho: “aquí viene mucho loco, pero ustedes se pasan.” Esa fue la última vez que lo vimos. Murió el lunes siguiente de un paro cardíaco cuando caminaba frente a una gasolinera.
En lo que a mí respecta, diría simplemente que lo que Marx bromeaba con respecto a Hegel, me funciona para describir esa mañana: al final hubo alguien que le entendió, pero a ese, no le entendió Hegel.

Polvo serás...

Ahora entiendo que hasta la luz que vi en ti, puede convertirse en polvo para hacer gelatinas.



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Tunel

Hace días que no amanece.
Supongo que en un descuido 
se nos pudrió la sangre y el amor
y por eso todo está oscuro.

Tu olor está oscuro,
tu recuerdo está oscuro,
y tu brillo no puede levantarse del piso.

Hace días que toco tu cara,
a ciegas,

y no te reconozco.

Pelícanos Borregones


Nota de un día.

En medio de mis amigos, he descubierto otro artificio para la psicología: el Síndrome del Quijote. Aquellos de los cuales puede decirse que su problema son los aspavientos.

También yo y la psicología lo padecemos.

La playa


Soy un poco desgraciado porque me brotan como salpullido preguntas y yo muy torpe las estrello en la cara de otros. Siempre. Y no me contengo, no aprendo. Responde, responda, respóndanme. Sean buena gente y quítenme esta plaga que arde, como las hojas nuevas de un árbol derribado. Apáguenme el verde encendido, hágame el favor porque mis preguntas son como perros rabiosos que no se dejan agarrar y muerden inocentes nada más para que no se piensen que son, que aman, que creen o que saben. He sido estúpido. Y claro, se va haciendo tarde y me voy quedando lentamente solo, inexorablemente triste y  feliz y desbordado, inexplicable y partido en pedacitos que van al super y hacen sus tareas del día, ven cine, escuchan voces, comen párrafos y aman desastrosamente a una mujer que es como cualquiera pero, para mí, mucho mejor. Cubierto de ronchas, infectado de historias irremediables con las que nadie salvo algunos libros igual de rotos chillan conmigo como niños. 

Tengo miles de canciones y miles de muñecas que relleno con versos para que caminen y se salven porque yo no lo haré, porque, ya lo dije, soy torpe, y moriré atropellado al cruzar una avenida mientras volteo a mirar las parvadas de motociclistas o de pájaros. Hoy, mientras camino, pienso que todo lo destruyo, mañana quizá arrasaré con ese pensamiento. 

Pero lo intento. Me callo la boca, escucho en silencio y no respondo. Me fijo en la textura de todo tipo de temas: color de pelo, propensión o inmunidad a la gastritis, a la depresión, a la cirrosis, chistes (me dan trsiteza los chistes), signo zodiacal, historias de conciertos y restaurantes, carne o verduras, antes qué, claros qué, se supone qué, siempres qué. Deseo esas migajas que hacen que la gente sonría. Frases de  un mundo microscópico que terminan matando a las preguntas gigantes con una resortera.

"Es que tú eres muy oscuro, Yeyo" me dijo hace poco una amiga en la barra del bar. "Sí, pues, es esta pinche sombra que no me deja, y que me caga que me haya escogido a mí entre miles para susurrarme en todas partes: no esperes, no hay nada,  nada llegará. Y ya me cansa, no te creas". No se lo dije, claro. 


Soy un convencido de que aún brillando el sol está nublado. Lo veo claro desde la altura de esta banqueta: esperar es fábula, humor negro de un genial universo que se aburre, y con retruécanos, polvos, piedras y huesos, hace chistes y versos como nosotros, como nosotros hacemos con nuestros versos. Soy re mamón, pues. Pero no se me malentienda, no caludicaré en ser así. Sería una cobardía, y es demasiado tarde, por cierto.

Yo, si tengo que nombrar un dios, digo: el músico del pueblo. Y predico, y bien, con sus canciones. Confieso que repito constantemente un arrebato en silencio:

A ti, lo único que te mueve es ella, que es conjuro de playa, caderas, sonrisa sobre tristeza y aura de neón nocturno que jamás lograrás entender, y lo único que hace que salgas a arrastrarte es la promesa de alguna poesía que no conoces. 


Y sigo...

y esa poesía imposible, por cierto, es tu única tragedia, por eso devoras antologías de piedras. Por eso andas como zombie repitiendo una canción vieja por las banquetas, siguiendo un rastro inholoro e invisible. Eres mitad Penélope y mitad rata herida, deseando lo que no, lo que ni al caso, lo absurdo.


Hoy es viernes, y siento que mi balsa avanza hacia atrás, y sonrío. Me libro del lastre desdiciéndome de todo, esperando que no sea tarde... ¿Tarde para qué? No importa, acoso  a la basura, a la muerte, a los ojos de los hombres en el estómago de la rutina, y acoso al mar que está tan lejos. Lo escucho, a cientos de kilómetros, lo escucho.

Al fin he llegado a esta calle donde poseo un palo y una cerveza, y esta tarde, si tengo suerte, llegará el plancton fosforescente 
hasta la playa y se quedará brillando en la arena hasta que amanezca, como esperando algo, que no llegará. Este es mi hogar. 


Dentro de todo esto, estoy bien, ¿cómo no estarlo? si lo peor ya pasó, siempre. 

Cascos contra la tristeza

Hace días soñé (creo que persistentemente) con esto...




Los recuerdos son gusanos que se arrastran lento y sin rumbo en nuestro laberinto, para un día, cualquiera, encontrarse de nuevo con nosotros y extrañarse de que sigamos vivos.

La abuelita de Batman.



Yo tenía 19 años y mis bisnes estaban en la Zona Rosa. Iba diario, y diario pasaba a mi lado Pita Amor. Era como en esta foto pero mucho más vieja, encorvada. Siempre con un paragüas distinto, flores sobre la cabeza, un bastón y de velo arrastraba un mar profundo. Era como en la foto pero a cientos de colores. No pasaba, desfilaba, un día hablando sola y otro no. De repente se detenía y comenzaba a erguirse cómo un dibujo de Pink Floyd y decía un poema en voz alta para que todos los pobres que caminaban por ahí escucharan a la loca con la que habían tenido la fortuna de toparse sus vidas grises, con pronóstico de lluvia y de autobuses llenos. Recitaba predicando, alto, como si se hubiera tragado un megáfono y a veces entre versos soltaba paragüazos a los perros o a los postes o a los niños. Neta. Y todos la veían y se hacían a un lado o decían bajito: mira a la loca. Y la loca seguía recitando y no miraba a nadie. Nunca la vi voltear a los lados para cruzar la calle. Era mi superhéroa.

Un día la seguí hasta el Sanborns de la esquina. Vi que se metió y corrí para ver el desmadre que haría. Llegó hasta el restaurante, se detuvo frente al pedestal en el que asignan las mesas y como no había nadie, gritó (espero nunca olvidarlo): ¡Atiéndanme, bellacos! Llegó corriendo un terrícola con traje y corbata, la tomó del brazo y caminó con ella hasta una mesa de esas enormes para seis u ocho personas con sillones que dan la vuelta en forma de herradura. Pita se arrastró despacito hasta llegar justo al centro. Alzó la cabeza y gritó algo que ya no entendí. Y ya, creo que fue la última vez que vi a la loca.

Durante mucho tiempo busqué mujeres como ella. Esa fue mi perdición.

México 2, Francia 0.

No amo a mi patria. Así empieza el poema del querido Josemilio Pe. Me pasa igual. En praderas conscientes, hasta la detesto, mucho. Por eso en temas de futbol y patriocidades (como atrocidades) me considero impermeable. Dirían los argentinos: “sos amargo”. Y sí, qué le voy a hacer, soy amargo. Me suena corto y vulgar el nacionalismo, con todo y su proceso identatario, sus construcciónes y deconstrucciones. Entiendo la bastedad de lo poco, la necesidad de poner fronteras al espacio, pero la tribuna y el país volcado frente a la televisión siempre me resulta vulgar, estruendoso, hueco. ¿Qué festejan disfrazados? ¿sus disfraces? ¿un error planetario?

Odio mi pasaporte. Cuando me entregaron mi cartilla liberada se la rompí al sargento en la cara (mi instinto de insurrección no me quita lo pendejo). Tengo la impresión de que México es el país más chauvinista del mundo y mi impresión, subjetiva y quizá lastimada, es ya un mosaico colorido, sucio y bizarro de ejemplos que no diré. Lograr desaparecer a los ojos de esa monstruosa tentación de lo nacional, al inútil orgullo de ser mexicano. Pasar de esa gran fábula borrosa. Desde el párrafo dedicado a la Virgen de Guadalupe hasta el de Vasconcelos; desde Moctezuma hasta el último Cuauhtémoc; desde el sacerdote en lo alto de la pirámide hasta el sacerdote al calce del comunicado oficial. Paso de la patria, me quedo con la de Bryce Echánique: mis amigos. Asible, firme, posible.


El poema de Josemilio sigue así:


No amo a mi patria
Su fulgor abstracto es inasible... 


Pero avergonzado, me doy cuenta que esto lo he escrito inútilmente. Cuando el Chicharito anota el gol, salto del sillón y grito. La alegría se estrella como un meteoro contra nuestra isla perdida en el océano del tiempo. Gol, puto gol que arrastra tras de sí la alegría fulgurante y enceguecedora. Está aquí, entre los amigos y la cerveza, con sus ráfagas de aplausos y sonrisas. Uno de esos micro-instantes a los que ha sido condenado, como en un calabozo, el suceso de la felicidad. Pasa ese instante y nos cubre a todos. Creo que nadie celebra en las tribunas como celebran los mexicanos. Infelices.

Yo no amo mi patria
Su fulgor abstracto es inasible
Pero (aunque suene mal) daría la vida
Por diez lugares suyos… 


¡SALUDOS A FRESNILLO! dice el cartón que sostiene un enmascarado en el estadio. Brinca de contento. Nosotros también un poco, o creo, no estoy seguro, pero sí recuerdo que pensé y dije en voz alta: me gustan las máscaras de luchadores. Luego, como siempre, vino lo demás, pero esta vez “lo demás” trajo consigo a la improbable victoria. Ganó México. Nunca había pasado, nunca en mi carrera futbolística había sucedido un triunfo tan raro como ese. Ganarle a Francia, dos a cero en un mundial, esto es nuevo, comienza a llover. Todos sonríen. El amigo anfitrión nos dice: aquí está el whisky y el ron. Yo le digo al amigo anfitrión y a todos, que nos abracemos y justo en ese momento, todos abrazados, recuerdo a Günter Grass, que el día que ganó el Premio Nobel se quejaba: ¿por qué mi pueblo no se alegra un poco?

Tomamos whisky y ron y luego bajamos por un plato de enchiladas para cada quien.

No amo mi patria 
Su fulgor abstracto es inasible
Pero (aunque suene mal) daría la vida
Por diez lugares suyos
Cierta gente,
Puertos, bosques de pinos… 


Voy por más hielos. La tienda está llena de gente contenta que compra más cervezas. La ciudad ha montado un operativo de júbilo. Se lo merecen, nos lo merecemos, todo los seres lo merecen. De regreso a la casa con los hielos, truenan cohetes. Este es uno de esos países en que uno aprende la diferencia entre el sonido de los cohetes y las balas y por eso sé que fueron cohetes y no balas como las que a veces me despiertan por las noches. Pasa un rato con fiesta. Tocan a la puerta y aparece el trío “Los Rubíes” con sus guitarras, sus trajes idénticos y las mejillas pintadas verde, blanco y rojo. Pienso en mi pudor desgraciado: no logro divertirme con los disfraces, pero amo a los tríos, me enchinan la piel, mi disfraz.

Cantamos toda la tarde. Las canciones se pedían por turnos estrictamente establecidos. Bebimos mucho y nos despedimos muy de noche con más abrazos. Qué felicidad, tan huidiza. Mientras manejo de regreso a casa me acuerdo de lo que dijo otro poeta, Felipito, el amigo de Mafalda: uno nunca termina de conocerse.

No amo mi patria, amo a otra cosa encarnada en ella, menos presumida, pero igual de ruidosa.

El hacedor de rolas

El hacedor de canciones más notable de miles de kilometros alrededor de donde yo vivo, en el tiempo en el que yo vivo, se llama Emiliano Buenfil, y es mi primo. Lo digo sin soberbia pues no es mérito ni error de nadie compartir la misma sangre. Lo digo alegre, porque gracias a ese accidente he disfrutado de su lírica excepcional desde que soy niño. Hay frases suyas en mis bolsas siempre, cómo amuletos, llaves o señalamientos de las calles en ruinas que yo solito me he levantado.




Fiesta electoral

Tierra de idiotas,
cuerda chafa de nudos imposibles tendida sobre un abismo nuevo.
Tormenta de mentiras,
calles donde todos lanzamos puñales al cielo,
y festejamos.

Vocación

Yo quiero ser como esa canción. No sé que dice, ni sé como es, ni a donde va, ni hasta donde llega, `pero cuando la escucho no me queda duda: quiero ser como ella, más que humano, más que carne y cansancio, quiero ser de esa sustancia de lo que está hecha y con la que vuela.


Mi otra casa

Vivir atormentado por la duda: ¿cuánto más se esconde tras la carne? fue de todas las fugas la más violenta y miserable. Escapar rabioso hacia ningún lado, llegar al día siguiente  repleto de rasguños que te sonríen al rozarlos.

Ahí a donde llego viven otros que no se soportan, que no están bien si no mastican humo de cigarros sentados en un precipicio iluminado con luces rojas y se ponen un aura de alcohol y drogas que les amortigüe el golpe de violento del tedio. Es un mercado de carne,  una estación fantasma en el desierto en donde uno espera a que caiga un pequeño meteoro extraviado que ilumine, aunque sea una noche, nuestras sombras tan grises e irremediables.

Es la patria de la duda, rodeada de fronteras invisibles, mounstruosas e infranqueables. Es la soledad, que se ha escapado.

Infancia de la locura...

Para mí, este video es la demostración de varias cosas:



Que se puede ser un niño viejo; que a tantos y de a poco el tiempo nos destruye; que llegar a adulto es una cadena perpetua; que la escuela es un artefacto monstruoso, como un tórculo feudal; que ser niño es el más hermoso de los delirios...

Que no se me olvide nunca...



Aquel día dijo:

- Iré a tu ciudad esta noche.

- ¿Tienes que volver?

- A menos que algo me lo impida...

- Entonces, inventaré una tormenta.

- Entonces, llevaré paragüas.

La perra


Llueve. Los dos tenemos veintidós años que arden. Ella además tiene una sonrisa que desaparece lluvia y mundo en un instante. Nos amamos sobre el pasto del parque como queriendo rompernos o zafarnos los brazos, enterrarnos ahí algunos días y ser los gusanos que se enredan, ser la tierra húmeda. Siempre anda con perros y ese tarde que llueve se alborotan sobre nosotros y nos lamen de la piel tan viva el almíbar que brota de la lujuria. Somos demoledoramente felices, somos como de cristal. Ella me toma del cuello, me mira y me hace jurar que pase lo que pase estaré dentro de cincuenta años a su lado, en este mismo lugar, a la misma hora “aunque no llueva”. Son las doce cincuenta y siete. 

Coloco con cuidado mi bastón sobre las escaleras del autobús, me arden las rodillas y siento que he vivido demasiado. Mientras miro la carretera pienso en lo poco que se vive. Cierro los ojos, veo los suyos perforándome, siento sus manos hirviendo en mi cuello que rejuvenece. Han pasado como siglos los años que ella quiso aquella tarde y hoy, al fin, ha venido el día hasta el que me he arrastrado.

Llego a la ciudad. Escojo caminar desde la estación hasta el parque. Parece demasiado tarde en este mediodía nublado, lo sé, todos lo saben, me lo dice cada rostro que me roza: Es demasiado tarde señor, es demasiado tarde, viejo. Como esquivando minas, recorro calles y avenidas y cines y rincones que conquistamos los dos como si fueran cumbres altísimas que nadie había pisado. Pienso en que exagero, y como un reflejo, pienso que todo con ella era exagerado. No aguanto las rodillas. Apesta a humo de camiones mezclado con cenizas y siento como mi estómago se transforma lentamente en una bola de papel arrugado. Llego. El parque sigue ahí, el pasto parece el mismo que dejamos aplastado. La miro caminar con sus perros por todas partes sin que aparezca. Me tiro cansado en el mismo lugar, a la misma hora. Me sobo las rodillas. Tengo conmigo este celular con cámara que me dio mi nieto, aprendí a usarlo por si acude con su nueva cara y puedo  atraparla para decorarme los pocos días que caminan aburridos y distraídos hacia mi muerte. Son las doce cincuenta y siete, al fin. Cierro los ojos. Me pongo otra vez sus manos hirviendo sobre mi cuello y espero. Todas las células de mi cuerpo enfermo se detienen a esperar conmigo. Me orino. Abro los ojos. Una perra vieja se acerca y se recuesta a mi lado. La miro, me mira. Me lame la resequedad de la cara.

Comienza a caer sobre nosotros toda esta lluvia acumulada.

He pedido que me entierren con esta foto de la perra y yo. Y es que a veces miro que no nos vemos tan viejos, y sonreímos.

4 a.m.

Desando las calles
Floto en el silencio 

porque soy adicto al instante 
en que rompen las olas.
Tal vez ese fue el último beso que di.
Tal vez estas horas de la madrugada 
traigan consigo el trozo de olvido 
que me pertenece.

Reset


Dentro del casco oxidado de un avión varado sobre la playa, un niño escribe en un idioma que no conoce. Días antes, encontró tirado bajo un muelle seco y en ruinas un objeto brillante con un teclado. Nunca ha hablado con nadie en su vida. Fue criado por una manada de animales que no se parecen a él. El lugar no tiene nombre, pero existe. Sobre la luz del objeto aparecen las figuras: USTED ESTÁ EN: HTTP 495.0000.94. Toca la cosa que brilla y surge una imagen de algo parecido a él, pero diferente, su piel es arrugada y su pelo es raro, con algo sobre la cabeza. Debajo ve una serie de símbolos que no entiende: URGE HABLAR CON ALGUIEN.

El niño acaricia la pantalla. Se había dado cuenta de que si su dedo rozaba, por ejemplo, la figura P, en una ventana más pequeña aparecía la figura P. Es el tercer día que impresionado juega con su hallazgo.

De repente, la figura en la pantalla comienza a moverse. Inmediatamente se oye un ruido: Hola. El niño escucha, sólo escucha.

La figura con arrugas dice: ¿Dónde éstás?

El niño sólo abre los ojos emocionado.

La figura con arrugas dice: ¿Sabes hablar?

El niño sólo abre los ojos emocionado.

La figura con arrugas: ¿Hay alguien contigo? ¿Estás solo?

El niño sonríe, acaricia la figura que hace ruidos.

La figura con arrugas dice: Mira, yo estoy solo. Estoy codificando dónde estás tú. No sé cuanto tiempo tengamos. Si ves a alguien dile esto: Hasta donde sé, los seres humanos ya no existen. Yo me salvé porque soy parte de la exploración a Europa, el satélite de Júpiter. Cuando volvimos ya no había nada. Ahora estoy solo, mis dos compañeros, una pareja, se suicidaron porque... bueno, eso no importa, pensaban que era lo mejor para el planeta, ¡pero eso no importa! ¡Hace años que tengo esta señal abierta buscando a alguien! ¿¡Me entiendes!?

El niño suelta una pequeñísima carcajada. Contento, toca otra vez la pantalla. El hombre hace lo mismo. Pone su dedo sobre el dedo del niño, lo sigue a donde se mueve. Como por un instinto, el niño lo quita. El hombre lo deja ahí. El niño ya no sonríe. Lentamente, acerca su dedo con cuidado, toca la luz brillante, lo desliza y observa que el dedo del hombre lo sigue, luego lo mueve al lado contrario, igual. Luego arriba, luego abajo, luego rápido. El dedo del hombre hace lo mismo. El niño sonríe otra vez.

Se escucha otra vez el sonido del hombre viejo: OOOOOOOOOO LAAAA

El niño, con el dedo levantado, repite: OOOOO… LA

El hombre viejo sonríe.

Victoria

Va...

Daniel Higiénico es un cantante español, perro bravo y solitario, irreverente, rebelde, sucio, drogadicto, hermoso. No le conozco canciones de amor, salvo una, ésta de abajo, que era el sencillo del disco y de la que por lo tanto, la disquera quería hacer un video. Llegado el momento, le dieron a "escoger" entre cinco bellos rostros para la producción. Sorpresivamente, él respondió que ese video jamás se haría, pues eso sólo sería posible si la mujer para quien hizo la canción accediera a grabarlo con él. Quería verla. 

- Pues no es problema -dijeron los productores- ¿Quién es y dónde vive? 
- No sé donde vive y no creo que la encuentren. Además, si la encontraran, no querría volver a verme. Y no la culpo.

Los productores se crecieron y dieron con ella. Le explicaron del video y para sorpresa de todos, dijo que sí. Pero puso condiciones: sin guion, una sola toma, lo grabamos de corrido y no quiero ver a Daniel ni antes, ni después de eso.

Como serpientes en jaulas, los llevaron al desierto en autos diferentes. Sin verse, sin olerse. Daniel rentó un frack, ella se pintó el pelo. Todo listo. Que suene la música, que se abran las puertas. 

El resto de la historia está en el video, que dejó de ser video, que dejó de ser historia y se convirtió en un beso gigante, como una bomba, como un espejismo en medio del desierto. 

Al terminar, respetando lo acordado, cada quien se fue por su lado.

- ¿La has vuelto a ver? le preguntaron a Higiénico.
- No, y no la culpo.

Esa es toda la historia. No sé si la inventaron o si me la inventé yo, pero eso ya no importa, yo la escuché en algún lugar... 

P.D. Y sí. Nunca sabremos qué le dijo


No sé nada

Te veo, y te veo y te veo
en la foto de tus 23
y me pregunto
¿yo dónde andaba?
¿qué dragones?
¿qué batallas?
¿qué cosa había?
¿qué se creía?
¿para qué tanto circo y tanta faramalla?

Te veo, te veo, te veo
despertar a mi lado
y me pregunto
¿yo dónde ando?
¿qué dragones?
¿qué batallas?
¿qué cosa habrá?
¿qué se cree?
¿para qué tanto circo y tanta faramalla?


Brenda




Le dijeron que el mundo terminaría pronto y respiró aliviada.
Vería los otros tonos, las otras luces, los otros otros.
Finalmente, de su vida sólo quedaban algunas brasas intocables.
Pronto sabría quién era.

Noticias del mundo de al lado

Me dice el taxista en la mañana:

Hace frío porque esque el Popo se voltea pacá y con todo el humo y el hielo que saca nos manda el frío tempranito.
Le digo: pero el Popo es un volcán, y de los volcanes sale calor.
Me dice: Sí, pero de éste no, porque éste está en Puebla… y en Puebla hace frío.

Luego nos quedamos callados. Pienso en que él no sabe, pero quizá como escritor de comics sacaría un dinero extra. Dos semáforos después, suena el anuncio de un hongo michoacano que cura hasta el cancer y él vuelve del silencio, enojado: Gente ignorante, si ese hongo curara el cancer, no habría institutos de cancerología. Se calla un poco, luego dice: Lo único que cura el cancer es el caldo de zopilote. Obvio, casi sonriendo, le pregunto por qué entonces hay institutos de cancerología. Aaahh… –suelta un “aaah” como si hubiera esperado años para soltarlo, años a que alguien cayera en la trampa- porque esos están en las ciudades y en las ciudades no hay zopilotes. Le digo que podríamos reproducirlos, como a las gallinas, y me contesta que no, que no podríamos porque los zopilotes comen carroña, y es por eso que se pueden llevar el cancer. El poema que sale volando me deja quieto, no quiero seguirle preguntando para que no despedace la frágil idea, pero antes de bajarme de su taxi y perderlo para siempre, ya con la puerta abierta, me animo: Oiga ¿Y porqué no les damos carroña a los zopilotes? Concentrado en quitar una mancha del parabrisas, me dice: Porque eso no se puede hacer, sería muy feo, pues. ¿O a usted le hubiera gustado que le dieran carroña de chiquito? No verdad… No hay que hacer con los otros lo que no nos gusta que nos hagan ¿No trae cambio?

El ignorante


Yo sé, al menos,
que en cada playa el mar empieza siempre
que verte es comenzar de nuevo
y que nada nunca será suficiente.

Ya sé, al menos,
que todo volverá cuando nos hayamos ido
y que no hay forma de irnos para siempre.


Azares mitológicos


Anoche soñé que hojeaba un libro de azares mitológicos. El subtítulo decía “hazme favor”. Tenía imágenes de grabados viejos. Los azares eran como monstruos o como dioses y sus ojos parecían saberlo todo. Por eso (recuerdo que pensé en el sueño), están tristes.




La pregunta

“Allí donde se queman libros, se termina quemando a los hombres”. 
Heinrich Heine


El maestro y su corbata azul, al frente de todos nosotros, indefenso y pletórico de dudas, cuenta una historia, la de la biblioteca de Sarajevo incendiada durante la guerra de Bosnia. Al quemarla, dice, los serbios querían terminar con todo rastro de pasado musulmán. Como si bastara quemar libros para extirparse mundos. Hombres al inicio y al fin. Luego, el maestro y su corbata azul, como huyendo sobre el caballo desbocado de todos los perseguidos de la historia, arroja sobre nosotros,  cansado, la  pregunta: ¿Por qué suceden atropellos así?

Como hombre postrado bajo la espada vengadora de los hombres, el maestro  pregunta inútilmente a sus alumnos. Nosotros, rifles, guillotinas y cañones, no tenemos respuesta. No nos interesa. Hoy sólo acudíamos inocentes al aula en donde la historia nos sería entregada para repetirla. La pregunta nos sorprende con su locuaz impertinencia, con su sinsentido. Hemos venido para ser ingenieros y chefs y abogados y comunicólogos. No queremos saber de quienes hemos sido.

La pregunta flota en el aire como la pluma de un pájaro que se extingue. Rebotan en las paredes todas las épocas del hombre y las miles de formas que han adoptado su crueldad y su torpeza. Primero como el susurro de un secreto y luego como truenos, se escucha el crujir de cuerpos y libros en hogueras. De a poco, comienzan a llover corazones frescos de sacrificios aztecas. El salón se llena de humo, huele a los papiros de Alejandría incendiándose mezclados con códices mayas y libros judíos y pinturas y discos. Una voz, que es todas las voces de todos los generales del mundo, dice: fuego. Pasan por el pizarrón  columnas infinitas de africanos huyendo de la muerte de la guerra hacia la muerte del hambre, luego aparecen aviones dando a luz bombas y luego el rostro pulido de millonarios y princesas en sus yates. Cruza Cleopatra de la mano de Buda. Nuestros rostros se tornan en animales, leones, aves, ballenas y serpientes que miran serenos cómo se estrechan las paredes. Detrás de esas paredes, se percibe algo similar a otras praderas, con otros tonos para el sol y campos de espigas azules. Una gran bomba de neutrones nace al centro de todos como una fogata, como propia hoguera.  Nos extinguimos, pero no hay respuesta, nadie de nosotros levanta la mano. Sólo el eco de un silencio milenario suena y suena. ¿Habrá registro en el universo de una torpeza semejante? O quizá sea, que el resto de seres del universo, más crueles que nosotros,  nos dejan solos en la agonía para que escarmienten otros universos, o quizá estemos solos y seamos la demostración de que ningún universo es posible. El maestro espera sudoroso, busca con mirada infantil quien aventure algo. Se desnuda desesperado para encontrar la respuesta.  Su ropa cae junto a todas las ruinas que quedan en el salón. Se arranca como plátano trozos largos de su piel. ¡Vean! –dice- ¡aquí hay una pista! no hay blancos, ni amarillos, ni negros. ¡Todos somos rojos! Busca en sus entrañas un resquicio no descubierto por la ciencia que guarde una bolsa de veneno. No encuentra y llora, por nada, llora. Abraza a sus hijos y nos abraza a todos. Nuestro silencio, al fin, piadosamente, le acaricia la cabeza y le acuchilla suavemente por la espalda.

Todo eso pasa, quizá como respuesta. El salón vuelve a ser lo que era. Los libros, continúan ardiendo en otro lado. El maestro se acomoda la corbata azul y dice: Abran su libro en la página 56.


Llueve mucho...


...y el ojo de su huracán no me quita la vista de encima.
De vez en cuando, un escombro me cruza el pecho 
y me veo:
hambriento sin su boca, 
polvo sin sus brazos.

Por suerte el viento me lleva lejos, 
inalcanzable de mí.





Sueños húmedos

Trueno

Me apuñalan las rarezas.

Me gustan más los pervertidos que los decentes.

Mi anormalidad es la de los cursis y los suicidas: efervescemos y morimos.

Sin amor a mi patria, sin temor a Dios,

cada vez entiendo menos y voy que vuelo para papalote.

Ofrezco recompensa a quien me traiga un trueno.



Datos personales



Me gusta la niebla…
y el otro que vomito por las noches.
Aprecio al miserable que me raya las paredes
y se atraganta cuando hablo con mi madre.
No temo a la oscuridad, sino a los reflectores.
Soy falso como las cumbres y las leyes y las verdades.
Y he visto estrellas y el mar, hombres, demasiados hombres, y 
y buitres, piedras y eclipses.
Me he visto en todo eso.


Huérfano de guerras, y causas para pelear,
creo que soy inmortal, 
como un castillo de arena.


Amo la niebla, definitivamente.
Sólo les temo a ustedes.



Feliz cumpleaños tú.



pero acuérdate que nunca seremos viejos.

Elogio de mi sin razón

Esta semana las he contado. Le he dicho a María trece veces “tienes razón”, y la tenía. En algún luminoso momento me encontré con ese truco que mejora nuestra vida. Una trampa que me funciona y me fascina. Ella tiene el defecto de ser rotunda sobre mí. Me aterriza. Me explica que los cuchillos no pueden meterse a la salsa y luego a la crema porque luego la crema o la mermelada o la mayonesa se echan a perder, o me dice, como a un niño, que no es verdad que sea patético asistir a la ejecución de los presos en Estados Unidos: “si a ti te mataran así, mi cara sería lo último que yo haría que tú vieras, que tuvieras”. Me cuenta sin quererlo que su vida es un pequeño pañuelo que lava y que cuida. María me habla del mundo que no entiendo, como a un ciego; yo la escucho; la escucho y pienso en la contundencia de las olas moldeando las rocas, la escucho a veces sin escucharla, sintiendo tan sólo como camina. Nunca nos hemos enojado con fiereza, supongo que nos da pánico la posibilidad de no tenernos, aunque sea a ratos o en sueños. Nos amamos, tan real como se pueda, nos amamos. Y es por eso que encumbro la maravilla que significa en la cuerda floja en que caminamos, el decir sin más: tienes razón. Prodigio. Se lo diré siempre, se lo gritaré como un gemido al poseerla, se lo pondré en su lápida y lo llenaré de flores, se lo escribiré en el facebook y se lo susurraré mientras duerma. Tienes razón, tienes razón hermosa. Porqué tu voz no es tuya sino un eco de ultratumba que te utiliza. Tú tienes razón, no yo, ni mis intentos de poesía. Es tú inocencia ruda la única posibilidad de vida.