La pregunta

“Allí donde se queman libros, se termina quemando a los hombres”. 
Heinrich Heine


El maestro y su corbata azul, al frente de todos nosotros, indefenso y pletórico de dudas, cuenta una historia, la de la biblioteca de Sarajevo incendiada durante la guerra de Bosnia. Al quemarla, dice, los serbios querían terminar con todo rastro de pasado musulmán. Como si bastara quemar libros para extirparse mundos. Hombres al inicio y al fin. Luego, el maestro y su corbata azul, como huyendo sobre el caballo desbocado de todos los perseguidos de la historia, arroja sobre nosotros,  cansado, la  pregunta: ¿Por qué suceden atropellos así?

Como hombre postrado bajo la espada vengadora de los hombres, el maestro  pregunta inútilmente a sus alumnos. Nosotros, rifles, guillotinas y cañones, no tenemos respuesta. No nos interesa. Hoy sólo acudíamos inocentes al aula en donde la historia nos sería entregada para repetirla. La pregunta nos sorprende con su locuaz impertinencia, con su sinsentido. Hemos venido para ser ingenieros y chefs y abogados y comunicólogos. No queremos saber de quienes hemos sido.

La pregunta flota en el aire como la pluma de un pájaro que se extingue. Rebotan en las paredes todas las épocas del hombre y las miles de formas que han adoptado su crueldad y su torpeza. Primero como el susurro de un secreto y luego como truenos, se escucha el crujir de cuerpos y libros en hogueras. De a poco, comienzan a llover corazones frescos de sacrificios aztecas. El salón se llena de humo, huele a los papiros de Alejandría incendiándose mezclados con códices mayas y libros judíos y pinturas y discos. Una voz, que es todas las voces de todos los generales del mundo, dice: fuego. Pasan por el pizarrón  columnas infinitas de africanos huyendo de la muerte de la guerra hacia la muerte del hambre, luego aparecen aviones dando a luz bombas y luego el rostro pulido de millonarios y princesas en sus yates. Cruza Cleopatra de la mano de Buda. Nuestros rostros se tornan en animales, leones, aves, ballenas y serpientes que miran serenos cómo se estrechan las paredes. Detrás de esas paredes, se percibe algo similar a otras praderas, con otros tonos para el sol y campos de espigas azules. Una gran bomba de neutrones nace al centro de todos como una fogata, como propia hoguera.  Nos extinguimos, pero no hay respuesta, nadie de nosotros levanta la mano. Sólo el eco de un silencio milenario suena y suena. ¿Habrá registro en el universo de una torpeza semejante? O quizá sea, que el resto de seres del universo, más crueles que nosotros,  nos dejan solos en la agonía para que escarmienten otros universos, o quizá estemos solos y seamos la demostración de que ningún universo es posible. El maestro espera sudoroso, busca con mirada infantil quien aventure algo. Se desnuda desesperado para encontrar la respuesta.  Su ropa cae junto a todas las ruinas que quedan en el salón. Se arranca como plátano trozos largos de su piel. ¡Vean! –dice- ¡aquí hay una pista! no hay blancos, ni amarillos, ni negros. ¡Todos somos rojos! Busca en sus entrañas un resquicio no descubierto por la ciencia que guarde una bolsa de veneno. No encuentra y llora, por nada, llora. Abraza a sus hijos y nos abraza a todos. Nuestro silencio, al fin, piadosamente, le acaricia la cabeza y le acuchilla suavemente por la espalda.

Todo eso pasa, quizá como respuesta. El salón vuelve a ser lo que era. Los libros, continúan ardiendo en otro lado. El maestro se acomoda la corbata azul y dice: Abran su libro en la página 56.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios