La perra


Llueve. Los dos tenemos veintidós años que arden. Ella además tiene una sonrisa que desaparece lluvia y mundo en un instante. Nos amamos sobre el pasto del parque como queriendo rompernos o zafarnos los brazos, enterrarnos ahí algunos días y ser los gusanos que se enredan, ser la tierra húmeda. Siempre anda con perros y ese tarde que llueve se alborotan sobre nosotros y nos lamen de la piel tan viva el almíbar que brota de la lujuria. Somos demoledoramente felices, somos como de cristal. Ella me toma del cuello, me mira y me hace jurar que pase lo que pase estaré dentro de cincuenta años a su lado, en este mismo lugar, a la misma hora “aunque no llueva”. Son las doce cincuenta y siete. 

Coloco con cuidado mi bastón sobre las escaleras del autobús, me arden las rodillas y siento que he vivido demasiado. Mientras miro la carretera pienso en lo poco que se vive. Cierro los ojos, veo los suyos perforándome, siento sus manos hirviendo en mi cuello que rejuvenece. Han pasado como siglos los años que ella quiso aquella tarde y hoy, al fin, ha venido el día hasta el que me he arrastrado.

Llego a la ciudad. Escojo caminar desde la estación hasta el parque. Parece demasiado tarde en este mediodía nublado, lo sé, todos lo saben, me lo dice cada rostro que me roza: Es demasiado tarde señor, es demasiado tarde, viejo. Como esquivando minas, recorro calles y avenidas y cines y rincones que conquistamos los dos como si fueran cumbres altísimas que nadie había pisado. Pienso en que exagero, y como un reflejo, pienso que todo con ella era exagerado. No aguanto las rodillas. Apesta a humo de camiones mezclado con cenizas y siento como mi estómago se transforma lentamente en una bola de papel arrugado. Llego. El parque sigue ahí, el pasto parece el mismo que dejamos aplastado. La miro caminar con sus perros por todas partes sin que aparezca. Me tiro cansado en el mismo lugar, a la misma hora. Me sobo las rodillas. Tengo conmigo este celular con cámara que me dio mi nieto, aprendí a usarlo por si acude con su nueva cara y puedo  atraparla para decorarme los pocos días que caminan aburridos y distraídos hacia mi muerte. Son las doce cincuenta y siete, al fin. Cierro los ojos. Me pongo otra vez sus manos hirviendo sobre mi cuello y espero. Todas las células de mi cuerpo enfermo se detienen a esperar conmigo. Me orino. Abro los ojos. Una perra vieja se acerca y se recuesta a mi lado. La miro, me mira. Me lame la resequedad de la cara.

Comienza a caer sobre nosotros toda esta lluvia acumulada.

He pedido que me entierren con esta foto de la perra y yo. Y es que a veces miro que no nos vemos tan viejos, y sonreímos.

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