México 2, Francia 0.

No amo a mi patria. Así empieza el poema del querido Josemilio Pe. Me pasa igual. En praderas conscientes, hasta la detesto, mucho. Por eso en temas de futbol y patriocidades (como atrocidades) me considero impermeable. Dirían los argentinos: “sos amargo”. Y sí, qué le voy a hacer, soy amargo. Me suena corto y vulgar el nacionalismo, con todo y su proceso identatario, sus construcciónes y deconstrucciones. Entiendo la bastedad de lo poco, la necesidad de poner fronteras al espacio, pero la tribuna y el país volcado frente a la televisión siempre me resulta vulgar, estruendoso, hueco. ¿Qué festejan disfrazados? ¿sus disfraces? ¿un error planetario?

Odio mi pasaporte. Cuando me entregaron mi cartilla liberada se la rompí al sargento en la cara (mi instinto de insurrección no me quita lo pendejo). Tengo la impresión de que México es el país más chauvinista del mundo y mi impresión, subjetiva y quizá lastimada, es ya un mosaico colorido, sucio y bizarro de ejemplos que no diré. Lograr desaparecer a los ojos de esa monstruosa tentación de lo nacional, al inútil orgullo de ser mexicano. Pasar de esa gran fábula borrosa. Desde el párrafo dedicado a la Virgen de Guadalupe hasta el de Vasconcelos; desde Moctezuma hasta el último Cuauhtémoc; desde el sacerdote en lo alto de la pirámide hasta el sacerdote al calce del comunicado oficial. Paso de la patria, me quedo con la de Bryce Echánique: mis amigos. Asible, firme, posible.


El poema de Josemilio sigue así:


No amo a mi patria
Su fulgor abstracto es inasible... 


Pero avergonzado, me doy cuenta que esto lo he escrito inútilmente. Cuando el Chicharito anota el gol, salto del sillón y grito. La alegría se estrella como un meteoro contra nuestra isla perdida en el océano del tiempo. Gol, puto gol que arrastra tras de sí la alegría fulgurante y enceguecedora. Está aquí, entre los amigos y la cerveza, con sus ráfagas de aplausos y sonrisas. Uno de esos micro-instantes a los que ha sido condenado, como en un calabozo, el suceso de la felicidad. Pasa ese instante y nos cubre a todos. Creo que nadie celebra en las tribunas como celebran los mexicanos. Infelices.

Yo no amo mi patria
Su fulgor abstracto es inasible
Pero (aunque suene mal) daría la vida
Por diez lugares suyos… 


¡SALUDOS A FRESNILLO! dice el cartón que sostiene un enmascarado en el estadio. Brinca de contento. Nosotros también un poco, o creo, no estoy seguro, pero sí recuerdo que pensé y dije en voz alta: me gustan las máscaras de luchadores. Luego, como siempre, vino lo demás, pero esta vez “lo demás” trajo consigo a la improbable victoria. Ganó México. Nunca había pasado, nunca en mi carrera futbolística había sucedido un triunfo tan raro como ese. Ganarle a Francia, dos a cero en un mundial, esto es nuevo, comienza a llover. Todos sonríen. El amigo anfitrión nos dice: aquí está el whisky y el ron. Yo le digo al amigo anfitrión y a todos, que nos abracemos y justo en ese momento, todos abrazados, recuerdo a Günter Grass, que el día que ganó el Premio Nobel se quejaba: ¿por qué mi pueblo no se alegra un poco?

Tomamos whisky y ron y luego bajamos por un plato de enchiladas para cada quien.

No amo mi patria 
Su fulgor abstracto es inasible
Pero (aunque suene mal) daría la vida
Por diez lugares suyos
Cierta gente,
Puertos, bosques de pinos… 


Voy por más hielos. La tienda está llena de gente contenta que compra más cervezas. La ciudad ha montado un operativo de júbilo. Se lo merecen, nos lo merecemos, todo los seres lo merecen. De regreso a la casa con los hielos, truenan cohetes. Este es uno de esos países en que uno aprende la diferencia entre el sonido de los cohetes y las balas y por eso sé que fueron cohetes y no balas como las que a veces me despiertan por las noches. Pasa un rato con fiesta. Tocan a la puerta y aparece el trío “Los Rubíes” con sus guitarras, sus trajes idénticos y las mejillas pintadas verde, blanco y rojo. Pienso en mi pudor desgraciado: no logro divertirme con los disfraces, pero amo a los tríos, me enchinan la piel, mi disfraz.

Cantamos toda la tarde. Las canciones se pedían por turnos estrictamente establecidos. Bebimos mucho y nos despedimos muy de noche con más abrazos. Qué felicidad, tan huidiza. Mientras manejo de regreso a casa me acuerdo de lo que dijo otro poeta, Felipito, el amigo de Mafalda: uno nunca termina de conocerse.

No amo mi patria, amo a otra cosa encarnada en ella, menos presumida, pero igual de ruidosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios