La abuelita de Batman.



Yo tenía 19 años y mis bisnes estaban en la Zona Rosa. Iba diario, y diario pasaba a mi lado Pita Amor. Era como en esta foto pero mucho más vieja, encorvada. Siempre con un paragüas distinto, flores sobre la cabeza, un bastón y de velo arrastraba un mar profundo. Era como en la foto pero a cientos de colores. No pasaba, desfilaba, un día hablando sola y otro no. De repente se detenía y comenzaba a erguirse cómo un dibujo de Pink Floyd y decía un poema en voz alta para que todos los pobres que caminaban por ahí escucharan a la loca con la que habían tenido la fortuna de toparse sus vidas grises, con pronóstico de lluvia y de autobuses llenos. Recitaba predicando, alto, como si se hubiera tragado un megáfono y a veces entre versos soltaba paragüazos a los perros o a los postes o a los niños. Neta. Y todos la veían y se hacían a un lado o decían bajito: mira a la loca. Y la loca seguía recitando y no miraba a nadie. Nunca la vi voltear a los lados para cruzar la calle. Era mi superhéroa.

Un día la seguí hasta el Sanborns de la esquina. Vi que se metió y corrí para ver el desmadre que haría. Llegó hasta el restaurante, se detuvo frente al pedestal en el que asignan las mesas y como no había nadie, gritó (espero nunca olvidarlo): ¡Atiéndanme, bellacos! Llegó corriendo un terrícola con traje y corbata, la tomó del brazo y caminó con ella hasta una mesa de esas enormes para seis u ocho personas con sillones que dan la vuelta en forma de herradura. Pita se arrastró despacito hasta llegar justo al centro. Alzó la cabeza y gritó algo que ya no entendí. Y ya, creo que fue la última vez que vi a la loca.

Durante mucho tiempo busqué mujeres como ella. Esa fue mi perdición.

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