El cabrón de Schopenhauer



Resulta que hay un tema que conozco bien: La idea que Schopenhahuer tenía de la música. Un amigo tuvo la cortesía de invitarme a platicarlo en una especie de conferencia que se da en una especie de aula que circula por Morelia cada mes. Acepté con gusto. Seguro a Schopenhahuer le hubiera atraído la idea de hablar de filosofía en un espacio liberado de la rigidez académica a la que él tanto atacó (casi como consigna). 


Me tocaba a mí elegir un espacio adecuado y un formato que correspondiera con esta idea gitana, leal al Seminario y leal a Schopenhauer. Pensé en un circo, en el kiosco del parque, en la jaula de los leones (afuera), en la cantina a la que no faltamos los viernes, en el espacio de ensayo de la Orquesta Sinfónica de Michoacán y hasta en el Planetario (por aquello del cosmos, el caos. el infinito al que  -según yo, bien azotado- arrastra la reflexión filosófica). Al final, me quedé con la cantina. Un poco porque la irreverencia del espacio, sin duda proporcional a Schopenhauer, podía darnos el desenfado que buscaba para la atmósfera de la exposición, y otro poco porque a mi entender, la cantina es un vertedero de pasión y es desde la pasión que yo pienso debe comprenderse al Schopi, como he escuchado que le dicen algunos hipsters. 

Quisimos que hubiera música, así que llevamos un piano (sí, llevamos un piano) e invité a mi amiga Nicte-há para que terminada mi exposición, se echara unas rolas. Ahora que lo pienso, esto tendría que haber sucedido al revés, pues de acuerdo a los conceptos schopenhahuerianos, no hay nada más importante que la música. Punto. Así que hasta la conferencia sobraba, el piano habría sido suficiente. 

Unos días antes habíamos acordado con El Doc (el dueño de la cantina), que nos acomodaríamos en la parte de arriba que generalmente, está vacía. Bueno, sin el "generalmente", la verdad es que siempre está vacía salvo por las cucarachas. El Doc me dijo: “Usted ya sabe que ésta es su casa Profe y puede hacer lo que le de la gana con ella.” Pensé que aquello era una contradicción, pues los viernes en la noche me corren como si nadie me conociera. En fin, escogimos sin saberlo, la mañana de un sábado luminoso. Llegué temprano con un micrófono, un amplificador (pues mi voz es muy callada), el piano y una pila de apuntes desempolvados. Emocionado y recién bañado me esperaba Efrén, nuestro mesero de toda la vida. El pelo le escurría sobre su bata blanca de dentista, la única ropa que le conocía. ¿Y ora que van a hacer? –preguntó- Le conté que una plática sobre la música según un filósofo del siglo XVIII. Así lo dije para no tener que decir Schopenhauer. No dijo nada y se puso a acomodar conmigo las sillas, luego el micro, luego el piano, y luego me sirvió un brandy con amaretto. Y luego llegó la gente. Jóvenes y viejos convocados por el pensamiento de un hombre que habría vivido cuando vivieron nuestros tatarabuelos, cuando Morelia era Valladolid y se desangraba por lograr ser independiente, (mucho menos de lo que se desangra ahora  que supuestamente lo es).  Perdón por la digresión.
No puedo decir que esté contento con el desarrollo de la exposición. El micrófono se me caía y lo tuvimos que amarrar a una caja en el que se hundía. No podía dejar de pensar que de estar yo entre las sillas de los espectadores me hubiera salido a los diez minutos (o quince, para no ser decortés). No sé si me enredé en los conceptos o si los conceptos elegidos venían enredados. En cualquier caso, yo era culpable. Tampoco sé si esto que digo es cierto. Tal vez la gente lo disfrutaba. Yo partía de que el pensamiento de Schopenhauer, a pesar de caracterizarse por su accesibilidad, presenta zonas oscuras que quizá no sean tan asequibles para quien no tiene un conocimiento previo del -casi siempre- turbio lenguaje filosófico. ¿Cómo equilibrar —pensaba— si no es con una exposición genial, un lenguaje que funcione para quienes conocen los términos filosóficos indispensables para acceder el pensamiento de Schopenhauer y para quienes nunca en su vida han escuchado hablar del pinche imperativo categórico kantiano? 

En la sala yo veía a representantes de ambos bandos. ¿Hablar para unos o para otros? ¿Cómo haría Sócrates en el mercado? No lo sé. Al final, pero sobre la marcha, tomé una decisión romántica. Elegí explicarle  Schopenhauer a Ángela, a la que amo tanto y que estaba en una de las butacas de la primera fila, y a Efrén, que se había acomodado en las últimas filas. Estoy seguro que no me entendieron, pero yo me esmeré en aterrizar lo que decía con respecto a la música utilizando referentes super cercanos, super bonitos y super populares. Cosas que uno podía encontrar en la rocola de abajo. Utilicé algunas anécdotas, fragmentos de poemas y todo lo que de bote pronto me venía a la cabeza. Hasta recuerdo haber mencionado a Gorostiza y a Gloria Trevi, a Borges y a Lost, la serie de HBO. Un revoltijo. Como mi vida.  

Al final no sé si funcionó. Si no fue así, que me perdone Schopenhauer, él sabe, ahora que es voluntad de nuevo, que yo le eché ganas.
Pero cuando concluyó mi plática sucedió lo que me parece verdaderamente relevante de contar aquí. Nicte-ha se sentó al piano y comenzó a tocar. Y entonces  sucedió la música y demostró lo que yo no pude con palabras, porque tal vez, sólo tal vez, ello sea imposible. Los conceptos y las palabras son inferiores al poder que despliega la música. Dice Schopenhahuer. La gente pusó atención mientras el piano armaba una atmósfera surrealista y derrumbaba la idea virgiliana que en tantos años años y con tanto amor habíamos construido de la cantina. Las sillas se volvieron a llenar, los comensales que estaban en la parte de abajo subieron con sus vasos en la mano para ver a quién tocaba. Nicte-ha interpretaba a Chopin, a Satie y a Mozart y las cervezas comenzaron a fluir de nuevo. Efrén se acercó a mi amigo Raúl y le confesó, como un secreto del que se liberaba, que todos los días cuando llegaba a su casa de trabajar, impregnado de borrachos, escuchaba un poco de música clásica. Quién se lo hubiera imaginado. Desde donde yo estaba sentado, me pareció ver que la emoción que viaja en las melodías, el torbellino emocionante que nos traslada a otro lugar en donde por momentos estamos a salvo, desplazó todas las palabras que habían pasado por ahí y las condenó al rincón de telarañas donde habitan nuestras abstracciones. A la bruma, pues. La música en cambio, es de acero.  

Ahora que escribo recuerdo un párrafo de Ruperto Arrocha: “Es cierto que la hora de la filosofía es el final de la tradición. Pero cuando ya no se entiende espontáneamente la forma de una vida lograda, y  las preguntas que se dirigen a la filosofía no obtienen respuesta porque no hay nada que responder, entonces no queda otra alternativa que regresarnos a la patria de  la poesía y de la música.” Quizá tenía razón Beethoven, y la música sea la verdadera filosofía. 
Cuando todo terminó, Raúl me contó lo que Efrén le había dicho: “aquí viene mucho loco, pero ustedes se pasan.” Esa fue la última vez que lo vimos. Murió el lunes siguiente de un paro cardíaco cuando caminaba frente a una gasolinera.
En lo que a mí respecta, diría simplemente que lo que Marx bromeaba con respecto a Hegel, me funciona para describir esa mañana: al final hubo alguien que le entendió, pero a ese, no le entendió Hegel.

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