Oigo voces



Los ojos cerrados me parece un buen lugar para escuchar a las personas o a los pájaros. Me gusta la imagen de entrar por una cortina de terciopelo al mundo sin forma que va construyendo una voz en off, el que habla, o a un mundo en ruinas que va describiendo un guía, el que habla, una víctima escondida en los escombros, un conquistador. Claro, cuando a uno le cuentan, uno no puede nomás cerrar los ojos y escuchar. Se comprende que aquel que te habla busca no sólo oídos sino miradas. Oídos donde poner tanta mierda, miradas que den un fiel reflejo del laberinto. Como sea, yo imagino sólo un negro profundo mientras miro al punto donde nace la nariz o mientras miro al suelo, como suelo. Me he preguntado si en ese instante mis ojos se hacen negros.

La gente habla conmigo porque dicen que sé escuchar, yo, que nunca he aprendido a interrumpir a nadie. La mayoría de las veces las largas charlas sobre los periplos de la vida no me son agradables.  Me pasa que entre más concuerdo con lo que dicen, más me aburro y sólo pienso en árboles o párrafos, o qué se yo, tenis o pájaros. “Yo ya no puedo ayudarlo, ya hice lo que tenía que hacer…” “Tengo que pensar en mí, no sólo en ella…” “Es que yo soy así, me gusta ser así…” Aburrido. Y creo que aburrirse es normal porque tengo una teoría: el tipo del espejo está harto de mí.

Sin embargo, lo que disfruto es escuchar los relatos más desesperados, escuchar a los que de plano habitan o vienen corriendo de un mundo donde no se duerme (generalmente con cuatro paredes decoradas como las mías). Es como un pequeño viaje, un aire cálido que me rapta y me entierra las uñas, y ese viaje se llena de colores si puedo los ojos sin cerrarlos. Así que me sumerjo fascinado en esas historias y mientras escucho, voy apartando las maravillas que emergen a la superficie. Como un detective que contempla el lago del homicidio con la fascinación que provoca no el ver el lago, sino el misterio. Dirán que soy morboso, pero lo dirán ustedes, para mí es como una colección de piezas preciosas y eslabones perdidos y contraseñas que por un segundo asoman y desnudan ridículamente las claves de nuestra naturaleza condenada a ser infeliz e incompleta. Auroras boreales instantáneas y fugaces que aparecen sobre los manteles del café y la banqueta. Mensajes cifrados de lo inútiles y abismales y milagrosos que somos. El circo y el círculo de la vida. Es común que lo que flote en el agua de ese lago sea pura basura, cosas podridas, padres o amores en descomposición, dependencias, maravillas o apuestas perdidas. Es común. Por ejemplo, un día hablé con alguien al que poco después se llevaron a un manicomio afuera del metro Cerro de la Estrella. No le entendía nada, sólo el dolor. Lo que me contaba eran como los trozos de concreto de una casa despedazada, despedazada por él. Recuerdo que su cara y sus manos enrojecidas, su playera roja, me llevaron a la conclusión de que sangraba por dentro, como si todo lo hubiera derribado hacia el interior de sí mismo. Creo que yo andaba drogado, no recuerdo bien, pero sí recuerdo que tiempo después, con un amigo, fui a verlo a su nueva casa, su hospital. Nos había invitado a una exposición de pintura en la que expondría “sus cuadros”. Y recuerdo claramente que dijo al teléfono: Vayan por favor, ya estoy saliendo. Buscando en una sala aséptica encontramos una pared donde comenzaba un rastro de sangre como trazado con un dedo, luego con varios y luego con la mano completa. Creo que ya lo encontramos, dijo mi amigo, y yo dije, ajá, explotó.

De esas historias guardo varias. La de aquél que de niños me dijo: yo me enamoro cada diez minutos ¿tú no? La de Renata, la Lolita de la universidad, que me contó sonriendo tirados sobre el pasto: tengo ganas de matar a su vieja. La del Gato: Neta que estaba más a gusto en la cárcel. Abrojos, cachos de desesperación que guardo celosamente en mis propios abrojos y cachos de desesperación.

Cuando la gente a la que escucho me pregunta: ¿o cómo ves? Yo invento cosas, certezas paliativas de las que no estoy seguro pero que sé que siempre ayudan. Y la gente se pone de pie igual de confundida pero a veces hasta sonríe. Ese día no quieren saber que la miseria es incurable y volverá. Al final, creo que escucho mi propia voz: hazme favor, tú diciendo, tú que a nada le atinas.

A veces, cuando cierro los ojos, se me viene encima todo. Pero a quién le cuento que no lo aburra.

Moriré infestado de secretos.

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