Algo en el fondo de mí lucha por ser pordiosero. Deseo los mercados, las cosas viejas, las bodegas repletas de cosas abandonadas, las ventas de garage, los coches olvidados. Donde se ve basura, veo tesoros, posibilidades. No lucho con eso. Disculpe señor ¿dónde y cuando se pone el mercado de pulgas? No anhelo a la torre Eiffel, anhelo los rincones de ladrillos de París, como las ratas. De ahí extirpo muñecas de trapo y molinos de viento originales contra los que peleó el Quijote, tapas de pluma bic de a peso y mantequilleras inglesas de plata. Inclinarme para ver el manto de objetos a la venta, es como agacharme para entrar por la puerta de donde vienen. Un día pensé: esto no es sano. Me he gastado lo que me quedaba para comer por un balón viejo. Y entonces lo dejé. Me quedé con las máscaras de demonios, con los letreros raros, con las historietas japonesas eróticas del siglo XIX, con los cajones viejos de bolero y con las ganas.
Llegó el día que me enamoré de quien sin pedírmelo me obligó a dejarlo todo. Abandoné mis libros y mis muñecas y mis discos y mis muletas y por supuesto, todas mis máscaras. Dejé mis máscaras, me puse otras.
Tanto tiempo después valoro que los objetos no signifiquen nada, por lo menos, no gran cosa. Sólo trucos para distraer al tiempo y jugar a algo mientras morimos.
Eso sí, sigo subyugado por la belleza de algunas cosas. La de un mueble del siglo XIX, la de los envases de shampoo, cierto diseño de postes de luz, mujeres y autos. Sólo es al perro deseo de poseer al que tengo amarrado en una mazmorra, al fondo de mí y escucho como chilla.
Eso sí, sigo subyugado por la belleza de algunas cosas. La de un mueble del siglo XIX, la de los envases de shampoo, cierto diseño de postes de luz, mujeres y autos. Sólo es al perro deseo de poseer al que tengo amarrado en una mazmorra, al fondo de mí y escucho como chilla.

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